LA EMPERATRIZ DE TÁNGER

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Aunque aún inédita, y ya veremos por cuanto tiempo dada la crisis actual, que está mermando la posibilidad de que las editoriales se lancen a publicar nuevos títulos que no sean los de autores con unas ventas aseguradas, os muestro un retazo, un pequeño fragmento de mi novela LA EMPERATRIZ DE TÁNGER, una historia de intriga, de desamor, de desengaño, ambientada en el Tánger Internacional de los años cuarenta y cincuenta.

Entró en el <English Bar>. Estaba lleno. Se bebió un par de vasos de ginebra en la barra, y pidió otro más. Iba mezclando demasiadas bebidas diferentes. Lo sabía, pero no iba a evitarlo. De pronto, tenía a una chica a su lado. Le dijo que se llamaba Latifa, pero él se limitó a seguir bebiendo, apurando el tercer vaso, pensando en el siguiente. Al fin, en algún momento, salió en busca de oxígeno. Creía estar abandonando el <English Bar>,pero podía ser cualquier otro sitio. Sólo vivía ráfagas, como si durmiera y al abrir los ojos intermitentemente se encontrara en cada ocasión en una ciudad distinta. A partir de algún instante inconcreto, caminaba junto a un hombre. No sabía su nombre. También les acompañaba una mujer.

Ella reía. Reía todo el tiempo y su risa se le hincaba en las sienes, como las sirenas que aullaban por las mañanas en el puerto. La escuchaba, una voz encerrada en su cerebro. Parecía divertida, no paraba de reír por cualquier cosa. La presentación de la novela le parecía ahora que hubiera ocurrido hacía más de un mes y no esa misma tarde; la noche le había apresado con su misteriosa facultad de engaño, y seguía caminando con esa pareja de desconocidos.

  Entraron en el <Morocco Palace>. La mujer que le acompañaba, ahora abrazada a él, lo besó largamente; a Augusto le pareció el beso más largo de su vida. Sintió unos labios anchos, tiernos, sabrosos. Se habían sentado en una mesa, en un rincón del local. Pidió una botella de algo, incapaz de poder leer la etiqueta. La mujer llenó los vasos. El hombre que los había acompañado hasta allí no se separaba de ellos. Sonaba la música a todo volumen. Vio que el tipo les hablaba de un asunto aparentemente importante, y Augusto lo miraba con atención, pero sin escucharlo ni reconocer sus facciones, borrosas, sólo seguía el movimiento mudo de sus labios. Apuró su vaso, lo apuró varias veces, pero curiosamente seguía intacto, lleno, hasta el borde. La chica que tenía a su lado seguía riendo y su risa se le metía igual que un punzón hasta la nuca. Volvieron a besarse, varias veces, y siempre tenía la sensación de que los besos eran interminables. Era lo único de lo que se daba cuenta realmente. Esa desconocida le mordía los labios sin cerrar los ojos, y él creía meterse en ellos y andar por su interior; notaba la turgencia de su seno rozándole el brazo, la temperatura tibia de su muslo pegado a su pierna, el olor de su aliento, fresco como la brisa de la noche. Vio súbitamente una pistola, pero no podría jurar si era un recuerdo de horas antes.

  Estuvo agarrado a la taza del retrete hasta que no le quedó nada en el estómago. Se despertó de golpe, con un sobresalto, cuando Fatiha entró dando un portazo. Se sentía como los perros: solo, enfermo y cansado. Se duchó con agua fría. La criada le preparó café negro. También lo vomitó. Se acostó, hecho un ovillo, agarrándose la barriga, sintiendo punzadas frías en medio de la boca del estómago. Lentamente, volvió a recuperar el sueño mientras trataba de recordar cómo había llegado a su casa, pero no era capaz de hacerlo, simplemente había amanecido en su cama como si hubiera tenido una larga y agotadora pesadilla.

  Se despertó a las cuatro y media de la tarde. Se dio otra ducha. El agua le resbalaba por la piel erizándosela. Recordó de pronto a la mujer que no cesaba de reír; sólo tenía su risa y unos ojos grises bajo la red de unas pestañas llamativas, y sentía sus besos interminables y la mirada fija de aquellos ojos inmensos, y de nuevo la boca obcecada y temeraria. Así era como lo recordaba él. Y decenas de rostros confusos rodeándole, y también el cañón de una pistola que se le acercaba hasta el entrecejo rumiando un disparo inminente. Oyó el nombre de Pablo, en susurros, pronunciado como si fuera una palabra prohibida que saliera de una voz ahogada, tal vez impostada pero irreconocible. Podía escuchar su propio nombre con una sensación de opresión. También estaba seguro de haber visto a Jean-Jacques Deferre y que se habían retado con la mirada, con el desafío burdo y torpe de los borrachos. Probablemente habrían coincidido en algún bar. En realidad, mientras le duraba la peor borrachera de su vida, debió de haberse encontrado con medio Tánger.

sergio barce

 

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